jueves, 19 de junio de 2008

La llamada


Un ring cada vez más fuerte me despertó… Abrí y cerré los ojos varias veces tratando de hacer foco en el reloj de mi equipo de audio. Mientras atendía el teléfono, logré ver el horario: 12:01 de la noche.
Respondí algo sobresaltada por la hora. Por suerte nada grave había pasado, me estaban llamando para saludarme por mi cumpleaños.
El primero en desearme felices 32 fue Martín, un “amigo” (bien puestas las comillas ya que en realidad podría rotularlo más bien como conocido).
Lo conocí hará 4 años gracias al foro de un programa radial, que hoy perdura aunque con muy pocos participantes, e incluso sin que ya la mayoría continúe escuchando el programa en cuestión. Simplemente intercambié algunos mensajes, mails, nos vimos en alguna que otra reunión, y luego de un par de años un día me llamó y me invitó a salir a tomar algo.
Acepté. Y no es que esté arrepentida, pero la verdad es que tomé la salida como lo que su nombre indica, una salida; no le di mayor trascendencia ni deposité expectativas en la misma. Pero Martín tenía otras intenciones, y muy honesto de su parte, me las hizo saber.

A mí siempre me costó e incomodó la situación de tener que rechazar a alguien. No sé por qué. Tengo amigas que sin ton ni son, daban su negativa y listo. Yo siempre necesité buscar excusas, sentía que si no lo hacía hería a la otra persona, y eso me afectaba tanto que daba vueltas y vueltas (tal vez me ponía en el lugar del otro y por eso intentaba resguardarlo). Claro que finalmente era peor, como esas decisiones que uno sabe que tiene tomar pero las posterga (¿nunca te pasó?), y a la larga, es muy factible que el daño sea mayor.
Bueno, con la intención de no lastimar al otro, yo daba vueltas, no era clara, y en ese período de tiempo la otra persona mantenía su ilusión… Hasta que, como todo, a la larga finalmente decantaba y entonces finiquitaba el sueño ajeno.
Y bueno, así soy, humana, y por ende, imperfecta.

Pero lo asombroso de la llamada no fue sólo quién la estaba haciendo, sino el contenido de la misma. (¿Vieron cuando uno escucha todo aquello que siempre soñó escuchar de un hombre? Si sos mujer seguro sabrás de lo que hablo). Bueno, Martín en esos minutos, logró decirme todo aquello que yo siempre quise que un hombre me diga: que le gustaría casarse conmigo, que sea la madre de sus hijos (no sé si quiero casarme o ser madre, pero sí sé que me encantaría escuchar esas palabras del hombre que amo), que no concibe la infidelidad (y me dio su visión al respecto) etc, etc, etc.

Hasta aquí éste sería el llamado soñado. Claro que un pequeño detalle lo transformó en un llamado sin esa connotación. Ese detalle era que Martín no era la persona que yo hubiera soñado me diga todas aquellas palabras. Sin ir más lejos, la persona que seguramente me hubiera encantado lo haga, a esas horas estaría en su quinto sueño, sin la más mínima intención de sorprenderme con un feliz cumpleaños.

Simplemente reflexioné sobre cuántas situaciones deseables, y lo que es peor, concretables, uno ha catapultado, frustrado, como si se tratara de imposibles, cuando en realidad, en un contexto diferente, serían totalmente factibles.
Evidentemente la llamada de Martín no pasó desapercibida, y no precisamente por el sentimiento que me ata a él -en estas líneas queda demostrado que es prácticamente nulo- sino porque me hizo reflexionar bastante (sí, ok, tampoco descubrí nada nuevo, je). Es que la vorágine, el miedo al cambio, o quién sabe qué, hace que uno meta en el mundo de lo imposible, sueños o deseos que no tienen por qué ser inalcanzables…

Es cuestión de ver el bosque que hay detrás del árbol…
O mejor dicho, es cuestión de querer ver el bosque que hay detrás del árbol.

miércoles, 21 de noviembre de 2007

Partida




Nada volverá a ser igual.
Existe un lugar que nadie podrá ocupar.
Existen personas que nunca te olvidarán.
Existen lugares que ya no te alcanzarán.
¿Cómo es la vida, no? De repente, sin indicios previos, sorprende aniquilando ilusiones, proyectos, sueños…
Aunque no éramos parientes, ni amigos, tu partida me causó una inmensa angustia.

Días y días invadiste mis pensamientos. Días y días no hacía otra cosa que pensar en tu familia, en tu novia, en tus amigos… en el inmenso sufrimiento que estarán padeciendo. Días y días me pregunté por qué. Y por días y días no encontré respuesta.
Mi único consuelo es tener la certeza que allá arriba estarás en paz, en esa misma paz que siempre irradiaste.

jueves, 21 de junio de 2007



Dejo aquí un texto extraído de La Nación, que me pareció sumamente interesante
El fracaso es un modo de vida
Hay satisfacción en el no poder, aunque no lo parezca, aunque lógicamente pueda resultar contradictorio.
Es una militancia narcisista la del fracaso y el dolor como verdad del mundo, la de la imposibilidad, la carencia, la marginalidad, el endiosamiento del caído y su desgracia. Actúa sordamente en la profundidad de nuestras personalidades, en algunas más y en otras menos, como una estrategia de frustración meritoria. Es un estado de gracia, esa vida que se desperdicia, al punto de que, en muchos casos (no todos), se prefiera realizar el gesto de rechazo del camino mundano de la felicidad posible para volver a afirmar una vez más el valor profundo de la frustración y de la pobreza.
El fracaso es un modo de vida virtuoso, que paga por medio de una poética de la desazón, del nihilismo, del escepticismo, del supuesto atrevimiento de ver una verdad nefasta, cuando esa verdad no es más que un maquillaje de la impotencia elegida como camino al cielo.
El fracaso es una modalidad social emparentada con religiones que han construido una estructura de sentido basada en el rechazo de la sensualidad, del cuerpo y de la vida real, en la desvalorización de las energías vibrantes que pueblan el mundo problemático y desbordante que es nuestra definitiva realidad. De esta forma, se ha preferido fabricar formatos de inmolación de fácil acceso, automáticos, cotidianos, a veces mínimos, formas accesibles para eludir el trabajo de ser y resultar así imbuido por una variante moderna y progresista de la santidad.
El fracaso puede ser visto como una militancia narcisista porque sucede en un sujeto que no quiere deshacerse en el logro, que prefiere señalarse en forma constante a sí mismo como núcleo de imposibilidad, como aquel que merecía mucho pero fue abandonado, arruinado por la suerte y dañado por otros. Si lograra algo, dejaría de serle posible la permanente autorreferencia, estaría señalando al mundo, apuntando para afuera cuando su interior vacío reclama el truco de postular universalmente la nada. La única garantía de permanecer fijado en la imagen propia es no desdibujarla con ninguna efectividad: eliminando la aparición de esos hechos que, por logrados, te suplantan; juegos armados que funcionan más allá de su generador; riqueza dada a luz y puesta en el mundo que llama la atención y pide mirar a una cosa que es ahora externa.
El fracaso es una norma, una ética, un manual de actitudes pasivas para contrarrestar el crecimiento de las acciones que inevitablemente surgen del deseo afirmado y querido. El fracaso es una orientación, un sentido para la vida, un orden, un cobijo, una manera de hacerse un lugar en medio de otros a los que no se inquieta con los deseos propios en movimiento. El fracaso arma una cofradía, una hermandad en la decepción, gran aglutinante, cemento de quietudes conjugadas que destilan la droga del resentimiento y se la aplican en forma recíproca. El fracaso es una forma de postergarse hasta el paroxismo y de disfrutar del ilimitado campo de lo que pudo haber sido pero no fue, frente al cual todo ser determinado es poco, todo logro una minucia -todo amor realizado un sucedáneo del amor imaginado y potencial, del amor lindo de las relaciones fracasadas-, dado el tamaño de un deseo que no necesitó nunca probarse para dar lugar a un sentido. Sentido de nada, pero sentido grande, inmenso, cielo encapotado para una muerte en vida que suena a demostración de soberanía y voluntad de no transar.
El fracaso es un juego comunitario, el desafío a toda propuesta activa a mostrar su ambición con la esperanza de poder neutralizarla. Es el arte de una comunidad que prefiere la pureza inteligente de la abstinencia al error implícito en el movimiento, comunidad aguerrida en sus expresiones que después elige quedarse quieta pretextando una lucidez extrema.
El fracaso es un modo de ofrecerse en el altar de la historia, de decirles a nuestros mayores que tenían razón, que se queden tranquilos, que si ellos no lo lograron tampoco nosotros lo lograremos, que su límite era inexpugnable y que prolongaremos con nuestra incapacidad la que ellos cultivaron y padecieron. Porque la incapacidad se cultiva, se talla, esmeradamente, con paciencia, trocito a trocito, para no resaltar ni mostrarnos demasiado poderosos, felices, solventes. Para evitar ese atrevimiento de buscar y acceder al logro: ¿cómo, destacándose en un universo de estropeados, quién te creés que sos, vos, justo vos, para avanzar como si fuera posible hacerlo, para creerte valioso y capaz, para querer vivir más de lo que otros pueden o quieren vivir?
La alineación con la imposibilidad no es el cumplimiento de un compromiso moral; es, simplemente, la ampliación del fenómeno de la pobreza, el ejercicio de la desertificación social presentado engañosamente como aporte.
El enemigo somos nosotros, estas formas de vida, estas costumbres que no queremos mirar a la cara. Es de la transformación de estos sentidos básicos de los que nuestra vida nacional está aún demasiado llena; de donde puede tomar fuerza un país menos volcado a la pobreza, la esterilidad y la frustración.
Nuestra moral de rechazo al éxito, por considerarlo superficial, frívolo, egoísta, inválido, es el fondo sobre el cual sacrificamos mil posibilidades.
Si queremos cambiar la historia, desarrollar el país, aprovechar la coyuntura actual, promover la maduración sin la cual todo crecimiento es sólo un impulso de existencia limitada, tenemos que trabajar en este trasfondo moral equívoco, desactivar el mecanismo que, sin que nos demos cuenta, nos convoca a la idolatría del desengaño.
¿Es posible? Claro que lo es, sobre todo si en vez de apuntar a la solución final, a la eliminación de todo lo problemático, entendemos y aceptamos que todo logro es parcial, y que dentro de ese universo de parcialidades hay, sin embargo, mucho por ganar.
La Nación